En algún apartado rincón del universo
centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una
vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento.
Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a
fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la
naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de
perecer. Alguien podría inventar una
fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente
cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el
estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la
naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se
acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto
no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana.
No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan
patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si
pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también
ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el
centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por
despreciable e insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de
aquel poder del conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre; y
del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador,
el más soberbio de los hombres, el filósofo, está completamente
convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen
telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.
Friedrich Nietzsche
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